La variedad del medio físico europeo ha contribuido históricamente a la aparición de culturas diferenciadas en un marco espacial muy reducido. A pesar de que los europeos son en su totalidad de raza blanca (caucasianos) y pueden subdividirse en dos grupos, nórdicos y mediterráneos, existe un gran número de pueblos con lengua y cultura propia. Esta multiplicidad se aprecia sobre todo en Europa oriental, donde los conflictos interétnicos han sido una constante en la presente década.
La desintegración de la Unión Soviética provocó el estallido de tensiones que habían permanecido larvadas durante más de medio siglo: estones, letones, lituanos, ucranianos, moldavos, y bielorrusos han conseguido la creación en suc respectivos territorios de estados independientes, de manera que los rusos han pasado en ellos a ser minoritarios, lo que ha sido fuente de tensiones y conflictos en varios de los nuevos países (algunos ejemplos son la constitución de la República rusa de Transdniestria, que pretende segregarse de Moldavia, o las aspiraciones independentistas de Crimea respecto a Ucrania, así como el creciente descontento de la minoría rusa en Letonia). Sin embargo, el enfrentamiento más dramático se ha dado en la antigua Yugoslavia, en la que croatas, eslovenos y bosnios han conseguido la independencia tras cruentos enfrentamientos con los serbios, que en Bosnia aún no habían finalizado al comienzo de 1995. Tan sólo los macedonios han conseguido acceder pacíficamente a la soberanía, aunque no están a salvo de futuras tensiones en una región tan convulsa como los Balcanes. Europa occidental no escapa a la problemática de las minorías étnicas: la violencia en el Ulster o el País Vasco es un fenómeno complejo en el que la cuestión étnica juega un papel importante; aquélla se hace más evidente en el creciente rechazo de algunos sectores hacia los emigrantes africanos, asiáticos o sudamericanos, cuyo número crece constantemente, en las grandes urbes del continente.