De Hidalgo a Morelos


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24 de Agosto de 1821
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Tratados de
Cordoba
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De Hidalgo a Morelos

Los Dolores de parto de una inverosímil nación. De Hidalgo a Morelos

Las guerras de independencia hispanoamericanas se iniciaron en 1810 con el nombre de Fernando VII inscrito en sus estandartes, porque sus promotores, lejos de ser revolucionarios improvisados, entendían de política y comprendían cuán difícilmente  conseguirían respaldo popular de volver las espaldas a la tradición de obediencia real, tan arraigada entre los novohispanos que afines del siglo XX  somos aún vasallos de quien ejerce la presidencia de la República. Hoy, como entonces, se trata de adhesión a la institución más que adhesión a la persona , pues de otra forma no podría comprenderse el apego popular novohispano al mas cretino de los monarcas, don Fernando VII, y a presidentes de la República poco favorecidos de llevarles a esa comparación.

Entre criollos ilustrados como Hidalgo, Allende y demás personajes de la conspiración queretana, que descubierta por las autoridades se llevo a vías de hecho al amanecer del 16 de septiembre de 1810, como entre sus iguales de la porción sur del continente, se entendía que la lucha del pueblo español para restaurar el trono de don Fernando era la oportunidad dorada para provocar la insurrección, y así lo hicieron en nombre del monarca en desgracia, tanto por sus fieles a la tradición real como para atraerse a los criollos irresolutos y quitarse de encima el muy seguro cargo de crimen lesae majestaris . Era un planteamiento satisfactorio que en México tuvo éxito en cuanto al primero de sus objetivos nada más, pues los excesos insurgentes malograron de inmediato los restantes, ya que muchos criollos de antecedentes autonomistas moderaron sus entusiasmos, y hasta 1820 quedaron a la expectativa.

Fernando VII, por Goya. En nombre de dicho monarca se levantaron los criollos, más por defender la institución monárquica que por la fe que inspirase el heredero de Carlos IV.

Hidalgo mismo modificó sus planteamientos iníciales en el curso de la breve lucha militar, se confirma con los diversos enfoques del problema en las páginas de El Despertador Americano (periódico editado en Guadalajara, a partir del 20 de diciembre de 1810, al servicio de la causa insurgente). En el primer numero de El Despertador se fustiga a los europeos establecidos en América  por haber jurado fidelidad a don Fernando, y no adoptar sin embargo medidas para ponerlo a salvo de «los vándalos modernos»; mas no contento con eso, el editor del periódico llama «verdaderos españoles» a los insurgentes por ser «enemigos jurados de Napoleón y sus secuaces». En el segundo número, en cambio, el periódico califica a los caraqueños de «criollos valientes y esforzados» que desde el19 de abril sacudieron «el yugo de la sujeción» y se mantenían «libres e independientes hasta la fecha».

El periódico echaba mano del sentimiento religioso de las masas para ganar prosélitos: «Nos creemos autorizados por el Ser Supremo para aspirar abiertamente a la independencia, como el único recurso para mantener pura e ilesa la fe católica que traemos heredada de nuestros abuelos mas remotos». Y por si algo faltara, aseguraba que los insurrectos contaban «con el patrocinio declarado» de la Virgen de Guadalupe, «numen titular de este imperio y capitana jurada de nuestras legiones». Casi nada.

Unos días más tarde, excomulgado Hidalgo y en definitiva seguros de enfrentar una lucha de vida o muerte, los insurgentes endurecieron sus posiciones. Aún admitiendo por un instante que su caudillo hubiese incurrido en algún error de fe, insistían en «la justicia que nos asiste para aspirar a la independencia, y separarnos de la España dominada por un rey de copas», aludiendo a la afición de José Napoleón por los buenos vinos. Era preciso ocuparse de la excomunión de Hidalgo y rechazar el cargo de «errores de fe», más el desenmascaramiento iba más lejos al replantear los tradicionales agravios criollos: ¿Quiénes eran los dueños de las minas más ricas? Los gachupines, ¿Quiénes de las haciendas mas extensas y feraces? Los gachupines, ¿Quiénes ocupaban los más altos puestos del virreinato? Los gachupines, ¿Quiénes las mas elevadas dignidades eclesiásticas? Los gachupines.

José Bonaparte. Fue proclamado rey de España, con la nación ocupada por las tropas napoleónicas. Su reinado estuvo dominado por la guerra.

José Bonaparte. Fue proclamado rey de España, con la nación ocupada por las tropas napoleónicas. Su reinado estuvo dominado por la guerra.

El número 4 de El Despertador Americano no tiene desperdicio como catálogo de agravios criollos, entre otros el de la cédula real que mandaba sacar a pública almoneda los bienes de capellanías, cofradías y obras pías pese a que la cédula había quedado sin efecto un año antes. Los gachupines eran los causantes y responsables de todos los males: de las extorsiones «llamadas donativos», de la carestía, de la escasez de artículos de primera necesidad y hasta de que los pobres criollos no disfrutaran los encantos «de las americanas más hermosas y mejor dotadas», afrenta intolerable pese a que en los cuadernos de viaje del padre Ajofrín, escritos cincuenta años antes, consta que ellas se volvían locas por los tarambanas españoles y no por los criollos de fina crianza. El Despertador  no vacilaba en echar mano del complejo de inferioridad erótico-sexual, que bien esgrimido rinde dividendos tan importantes como justificar en alguna medida la guerra de independencia.

Hidalgo procuró en todo momento, mantenerse fiel a la fe de su origen.

Hidalgo procuró en todo momento, mantenerse fiel a la fe de su origen.

El último número de El Despertador, el 7, no llegó a circular, pues se imprimió mientras el brigadier Félix María Calleja daba buena cuenta del ejército insurgente en Puente Calderón, cerca de Guadalajara. Los sobrevivientes del desastre de Puente de Calderón volvieron a sus pueblos, desmoralizados, o se unieron al nuevo jefe José María Morelos, cuya estrella asomaba apenas. Hidalgo y sus lugartenientes emprendieron larga marcha en busca del refugio de Texas, mas aprehendidos en las Norias de Baján, y llevados a Chihuahua, se les formó proceso y ajustició en julio de 1811. De la fulgurante campaña de Hidalgo, iniciada con la toma de Guanajuato y finiquitada trágicamente en Chihuahua, queda pendiente un hecho sin explicación suficiente: por qué no se apoderó de la ciudad de México al día siguiente de su victoria en Monte de las Cruces, en noviembre de 1810. La capital del Virreinato estaba a su alcance, inerme, y sin embargo Hidalgo ordenó la retirada. ¿Ante la sospecha de que estuviera guardada por efectivos militares considerables temió una derrota irreparable? No seguramente, pues la victoria total del Monte de las Cruces pudo imbuirle suficiente confianza en su gente para intentarlo. La ciudad de México estaba a su alcance, mas el padre Hidalgo tomó el camino de Guanajuato. Cabe en lo probable que haya adoptado tal decisión por instancias de Allende, y también que él compartiera los temores del antiguo y gallardo oficial del Regimiento de la Reina. Entre el 16 de septiembre y ese día de noviembre en el Monte de las Cruces, Hidalgo y Allende se habían alterado. Ya pensaban diferente. Eran otros hombres.

Las diferencias entre Hidalgo y Allende se produjeron al canto de ese rebase, pues en tanto que el primero llegó a identificarse con el imprevisto modelo revolucionario, el segundo se mantuvo fiel a sus parámetros de criollo descontento, pero criollo al fin

Las diferencias entre Hidalgo y Allende se produjeron al canto de ese rebase, pues en tanto que el primero llegó a identificarse con el imprevisto modelo revolucionario, el segundo se mantuvo fiel a sus parámetros de criollo descontento, pero criollo al fin

Pero ¿Qué determinó ese cambio sustancial? Sin lugar a dudas su incapacidad de ejercer algún control sobre sus seguidores indígenas. José  Antonio Riaño, intendente de Guanajuato, fue amigo íntimo de Hidalgo, criollo como él y, según el doctor Mora, simpatizador de las ideas autonomistas, pero ni Hidalgo ni Allende pudieron evitar su sacrificio al paso del turbión destructor de cuanto hallaba en su camino. Del pillaje de la ciudad de Guanajuato nos habla Alamán, otro amigo de Hidalgo. Si casi cincuenta años más tarde, al escribir su monumental Historia , no olvidaba cuánto aquel día vieron sus ojos, Hidalgo y Allende tampoco habían archivado aquellos recuerdos en el día de la victoria en el Monte de las Cruces: el sangrante cuerpo de Riaño, de muchos otros riaños criollos amigos de la independencia; la destrucción y pillaje en Guanajuato, Guadalajara y Valladolid. Hombres de moral estricta, rehusaban las consecuencias de la victoria. ¿De qué sirvióles apoderarse de tan importantes poblaciones y hallarse a la vista de la ciudad de México? Hidalgo y Allende comprendían ahora que la suya no podía ser una revuelta criolla al estilo de las Caracas, Santa Fe de Bogotá, Quito, Santiago y Buenos Aires. Hasta hoy, la diferencia radical entre las historias nacionales de México y América del Sur radica, sobre todo, en el hecho de no haber tenido aquellas revoluciones la fatal dinámica de la nuestra, que entre 1810 y 1815 rebasó las previsiones de sus gestores, y acabó por arruinarlas.

En la batalla de Monte de las Cruces las tropas dirigidas por Hidalgo pusieron en fuga a los realistas. Las puertas de la capital estaban abiertas.

En la batalla de Monte de las Cruces las tropas dirigidas por Hidalgo pusieron en fuga a los realistas. Las puertas de la capital estaban abiertas.

Las diferencias entre Hidalgo y Allende se produjeron al canto de ese rebase, pues en tanto que el primero llegó a identificarse con el imprevisto modelo revolucionario, el segundo se mantuvo fiel a sus parámetros de criollo descontento, pero criollo al fin. Correctamente aprecia Villoro la «situación ambigua» de Hidalgo, quien si por un lado compartía las ideas de su estrato social, racial y cultural, (reivindicaba para su país los mismos derechos de cualquier otra provincia de la corona, y acariciaba la posibilidad de un congreso formado por los representantes de sus villas y ciudades, sin por ello desconocer la soberanía de Fernando VII), por el otro, terminó bajo el dominio de la muchedumbre de baja extracción social que le seguía desde la toma de Guanajuato. Debido a que esa muchedumbre lo absorbía y convertía en su» vocero de sus propios deseos», dice Villoro, Hidalgo cancelaba tributos, suprimía distinciones de castas, abolía la esclavitud, mandaba confiscar propiedades de europeos amigos de la causa, y decretaba restituir a las comunidades indígenas cuanto les pertenecía. Todo eso ahondaba sus divergencias con Allende, y por supuesto le enemistaba con el resto de la nación criolla, al extremo de que Calleja contó con el apoyo de hombres de dinero de ese origen para batir a los insurrectos. Que ya consumado el desastre insurgente de Puente de Calderón, camino a Texas, fuera Allende quien «degradara» a Hidalgo, hasta ese momento generalísimo de los ejércitos, y que en los días del proceso en Chihuahua el mismo Hidalgo lamentara los excesos de su gente, e hiciera recaer en Allende la responsabilidad de la insurrección, confirma que ni el uno ni el otro alcanzaron a imaginar sus alcances. La de 1810 no fue la revolución que ellos se proponían hacer, pero fue la que sin embargo hicieron. Casos así abundan en la historia del mundo. En México, para no ir más lejos, la de ahora no fue la revolución prevista por don Francisco I. Madero, su iniciador y forzoso protomártir.

Félix María Calleja. El virrey Venegas, encargó al brigadier Calleja a la defensa del territorio.

Félix María Calleja. El virrey Venegas, encargó al brigadier Calleja a la defensa del territorio.

Si bien no cabe regatear a Hidalgo el valor de encarnar el descontento mayoritario de los diversos estamentos sociales de la Nueva España, tampoco es razonable desdeñar sus vacilaciones ante la responsabilidad sobre sus hombros. Sus declaraciones en Chihuahua, ante sus jueces, acentúan la significación humana de su drama personal, y eso le eleva sobre el aparente deterioro de su imagen manoseada por los oradores oficiales del 16 de septiembre. No fue el caso de José María Morelos, cura pueblerino también, pero no criollo ni ilustrado como él. Morelos, el mestizo con algo de sangre negra, nació y vivió inmerso en el drama cotidiano de las castas. La diversidad de su origen y formación mental y moral lo situaran por encima de las dramáticas vacilaciones del cura de Dolores, en tanto que por otro lado le permitieron ser, genio militar aparte, el verdadero caudillo de la guerra de Independencia. Entre todos los hombres de la insurgencia, Morelos es el mas cercano y comprensible para un mexicano actual.

Aparte de que la consumación de la Independencia no fuera factible sin mediar una serie de batallas victoriosas, y aparte también de que en ese orden la significación de Morelos sea superior a la de cualesquiera otros insurgentes, el objetivo exigía definir las aristas ideológicas de la insurrección. Desde el punto de vista militar, las campañas del nuevo caudillo fueron fulgurantes. Siguiendo los pasos de Hidalgo, se levantó en su parroquia de Carácuaro con 25 hombres; ocupó Chilpancingo, Tixtla y Chilapa, y hacia fines de 1811 era dueño de buena parte de los estados de Michoacan, México, Puebla y Oaxaca. En 1812, tras de romper el asedio que durante dos meses le impuso en Cuautla el mismísimo Calleja, se hizo de Tehuacán, Oaxaca y Acapulco. No obstante, su obra revolucionaria radica sobre todo en la vertebración de la guerra con su objetivo; en su capacidad para vincular la praxis bélica y el sistema coherente de ideas políticas destinado a respaldarla. Sin la presencia de Morelos, el estadista, la lucha armada no habría superado sus confusos planteamientos de origen.

Morelos, cura de pueblo conocedor del drama cotidiano del pueblo, fue el auténtico artífice de la independencia.

Morelos, cura de pueblo conocedor del drama cotidiano del pueblo, fue el auténtico artífice de la independencia.

Confirma lo anterior que en 1811, muerto Hidalgo y sus compañeros, López Rayón no abandonara las equivocaciones de la primera insurgencia al instituir, en Zitácuaro, la Suprema Junta Gubernamental de América , pues si bien en su Acta de fundación se habla de » La América libre e independiente » y se atribuye el pueblo el origen de la soberanía, reservándose su ejercicio a un llamado Congreso Americano, aún se depositaba la titularidad de la soberanía en la persona de Fernando VII. Por supuesto, Morelos conocía el proyecto de López Rayón al instalar en 1813 el congreso de Chilpancingo, ante el cual depuso su autoridad y se declaro Siervo de la Nación . El 6 de noviembre el congreso emitió la Declaración de Independencia , documento con los requisitos para romper con el pasado, antes confesó Morelos a Rayón su propósito de «quitar la máscara a la independencia», si bien sobre la base de una afirmación históricamente falsa: la de que «la América Septentrional» recobraba el ejercicio de su soberanía usurpada. Si ésta no había sido nación soberana por la razón muy obvia de no haber sido nación antes de 1521, malamente podía recobrar en 1813 lo que nunca tuvo. En rigor el asunto era bastante simple: sin mediar «usurpaciones» de ningún género, al llegar a su mayoría de edad, se declaraba México independiente, y en su nueva condición se disponía a ejercer sus funciones soberanas en igualdad de condiciones a otra nación cualquiera.

Ignacio López Rayón. Pese a la muerte de Hidalgo y a la presencia de Morelos, el "patriota" López Rayón siguió hablando de Fernando VII como soberano.

Ignacio López Rayón. Pese a la muerte de Hidalgo y a la presencia de Morelos, el «patriota» López Rayón siguió hablando de Fernando VII como soberano.

Como si la declaración de Independencia fuese el último rayo de su gloria, la fortuna volvió las espaldas a Morelos. Atacó la ciudad de Valladolid, defendida por Iturbide y Cruz, y no sólo fue rechazado sino que en Puruarán le dieron alcance los realistas, murió Matamoros y él mismo escapó a uña de caballo. Con su estrella en declive, el 22 de octubre de 1814 expidió el Congreso el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Septentrional , ley fundamental en toda la extensión de la palabra, con la modalidad de confiar el poder ejecutivo a un triunvirato de ciudadanos «iguales en autoridad, alternando por cuatrimestres en la presidencia». La soberanía popular residía en el llamado Supremo Congreso Mexicano , integrado por diputados electos por cada una de las provincias, e iguales en autoridad. La Constitución insurgente, llamada hasta hoy de Apatzingán por el pueblo de su origen, era un Código hecho y derecho, y la circunstancia de no haber estado nunca en vigor no empequeñece su significación. Depositar en un triunvirato el ejercicio del poder ejecutivo exhibía la prudencia de los constituyentes de Apatzingán; al confiar la presidencia durante cuatro meses a cada uno de los triunviratos se atajaba el riesgo que los sujetos incapaces, tontos y cargados de promesas pudiesen ejercer la presidencia no ya durante cuatro meses sino por cuatro años, como en Estados Unidos, o por seis en países tan cristianos que tienen fe ciega en la bondad de la naturaleza humana.

    El tribunal del Santo Oficio, la Inquisición, juzgó a Morelos y le secularizó.

El tribunal del Santo Oficio, la Inquisición, juzgó a Morelos y le secularizó.

Si el desastre de Puruarán anunciaba la caída de Morelos, los hechos inmediatos la confirmaron: un año después de dar a México su primera Constitución política, el 6 de noviembre de 1815, tratando de proteger al congreso de un ataque realista, el caudillo cayó prisionero en Tezmalaca. El siguiente capítulo estaba escrito: degradado de su condición sacerdotal por el tribunal del Santo Oficio, el 22 de diciembre se le fusiló en San Cristóbal Ecatepec. Morelos no batallaría más, pero le bastó dotar a la insurgencia con ideas y programas definidos para llevar a término su misión. Entre lo suyo, y la irrupción indígena en las ciudades del Bajío, mediaba un abismo. Alguien tenía que encabezar a la insurgencia dotarla con una cabeza, y esa fue la obra de Morelos.

    Morelos consiguió clarificar los inicios titubeantes de la política de la independencia.

Morelos consiguió clarificar los inicios titubeantes de la política de la independencia.

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